29 mar. 2024
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La rebeldía de un “bandolero rural” cobijado por el pueblo



El tejido entre las ideas, los nombres, las palabras y las cosas tiene nudos amorosos en toda la densidad de las pasiones políticas. Claro que las ausencias son irreparables. Trágicas. Intentar reseñar algún tramo de ese tejido no repara. Hay algo que no tiene arreglo. Pero la lucha contra las políticas de olvido a las que se somete permanentemente a nuestros intelectuales más hondos es en sí misma un acto de justicia con los que pagaron todos los costos de elegir este oficio terrestre en un país que nunca cobija el pensamiento. 



Leí en La tecla Ñ –esa aventura intelectual maravillosa de Conrado Yasenza– un texto de Noé Jitrik que habla de la pérdida irreparable para el pensamiento y la escritura que significan la muerte reciente de Juan Forn y Horacio González. Agregaría sin duda la de Alcira Argumedo, compañera de Horacio pero también, por supuesto, de Gunnar Olsson, Oscar Landi, Aníbal Ford y tantos otros en un proyecto intelectual y político formidable como fueron en la Argentina las Cátedras Nacionales. Entre esos compañeros que hicieron las Cátedras estaba Roberto Carri, padre de Albertina Carri, quien despidió a Alcira con uno de los más bellos textos: “Pero lo que hace imposible su muerte es esa vida de ejemplar compromiso con los muertos y con los vivos. Con los que se fueron temprano y con los que nos quedamos acá, aun sin convicción. Porque la vida es sagrada si vale la pena vivirla y ella nos deja ese legado. Hagamos que la vida sea vivible para la mayor cantidad de personas posibles”.


Isidro Velázquez. Formas prerrevolucionarias de la violencia

Luego de infinitas persecuciones y estruendosos fracasos, el 1 de diciembre de 1967 la policía chaqueña asesina a Isidro Velázquez y su compañero Gauna, ambos definidos por la intelligentsia como bandoleros rurales. Velázquez se ha transformado en un héroe popular, y es precisamente por la protección del pueblo que a la policía se le va haciendo casi imposible su captura. Depositario de todo tipo de leyendas acerca de una capacidad sobrenatural de burlar a esa fuerza sanguinaria, Velázquez hereda una memoria de hostigamientos pero también de tácticas de resistencias en la vida cotidiana de los humildes.


Carri pone en primer plano la acción política como camino para evitar el formalismo teórico.

Son múltiples las versiones en torno a cómo ese peón rural se ha transformado en un delincuente, y casi ninguna de esas versiones se puede corroborar. Pero lo que sí se sabe es que la policía despliega su saña para disciplinar a los que festejan la capacidad de este hombre desvinculado de toda estructura para rebelarse ante el orden en el Chaco de la explotación colonial. Y es justamente acerca de esa rebeldía y su adhesión popular, o más bien sobre la posibilidad de estar ante una forma política de esa rebeldía, de lo que se pregunta Roberto Carri en un libro que publica en 1968 que se llama Isidro Velázquez. Formas prerrevolucionarias de la violencia, editado originalmente por la editorial Sudestada de Rodolfo Ortega Peña y por última vez en 2015 en una compilación de las obras completas del autor realizada por la Biblioteca Nacional.


Cuando Carri escribió este libro, era un joven militante del campo nacional y popular graduado en la carrera de sociología inventada por Gino Germani. Allí había aprendido la necesidad de documentar y trabajar empíricamente. Pero también sabía que los datos se construyen desde una posición política (aun en aquellos que creen en la apoliticidad científica) y que es en la práctica militante donde adquieren sentido. Esta doble lengua vive aún en su libro como una tensión creadora.


Son pocas las referencias teóricas que menciona para construir el “objeto” Velázquez: una lectura crítica de Los rebeldes primitivos de Eric Hobsbawm; un rescate creativo de Juan Díaz del Moral y, por supuesto, la absoluta presencia de Fanon para pensar la violencia.


Roberto Carri explica desde el prólogo cuál es el sentido político de su investigación. Dice que al considerar a la cultura popular como matriz desde la que surge una política nacionalista y revolucionaria, es necesario entender qué significa ese bandolero rural porque “Velázquez hoy ya es parte de nuestro pueblo, el sentimiento que despertó su acción, su práctica concreta, son patrimonio de los oprimidos del Chaco”. 


Como buen sociólogo, pero esencialmente como un militante que pone en cuestión todo lo que tiene apariencia de verdadero, discute el preconcepto de delincuencia. Tanto para los que administran el orden dominante y proponen la lógica del castigo, como para los que entienden que el llamado delincuente es producto de condiciones de injusticia social y entonces proponen la prevención, la definición parte de asumir la violación de una ley instituida. Pero para Carri es posible pensar más allá. Porque tal Velázquez, los Velázquez, estos sectores que el pensamiento ilustrado de izquierda y derecha definen a partir de formas prepolíticas, están no solo impugnando la ley instituida sino creando otras leyes. Y es ahí donde Carri intuye su politicidad. 


Dice Carri que el primer hecho es la violencia policial: “La represión policial contra Velázquez y Gauna es la expresión singular de un sistema generalizado de represión policial contra los trabajadores rurales y contra los indígenas. Esto es una consecuencia de las formas que adopta la explotación capitalista y mercantil en la provincia y del sistema de dominación colonial existente”. El terror es la fórmula para garantizar la estabilidad del sistema. Años antes, contra la montonera; y en la década del sesenta, para militantes políticos, gremiales o “bandoleros”. El terror en este caso es contra Velázquez y contra el pueblo que lo ampara.



Pero para Carri el segundo hecho es la solidaridad comunal del pueblo con Velázquez, que es vista por la mirada ilustrada como atraso pero que para él tiene un carácter político, como modo de resistencia y como una elemental negativa a aceptar los valores clasistas y racistas de la sociedad opresora. Esto no significa que hubiera habido durante los seis años de la actuación de Velázquez en el norte chaqueño, y sobre los años después de su muerte, una organización basada en objetivos y planes, sino una identificación de “proscritos” (de hombres y mujeres a los que la ley del orden negaba existencia) casi como un modo de respirar, de sobrevivir. Un elemento a tener en cuenta es que Carri explica muy detalladamente en el primer capítulo que la política forma parte de la sociedad integrada a manera de sociedad civil, pero que para los peones rurales despojados de todo y los indígenas no existen ni las mediaciones ni los consensos. Solo existe la violencia. Y que esta realidad es producto y condición de la explotación colonial.


Los caminos cortados por la brutal dictadura del 76 (que entre los crímenes cometidos desaparecen al sociólogo en su casa de Hurlingham) pueden explicar la desaparición también de un pensamiento sobre la politicidad de “los proscritos” sociales, que recién es tomada en la década del noventa pero sin una reflexión fundamental sobre la violencia.


Los bandoleros de la academia

Carri dedica el último capítulo a plantear con contundencia una crítica a las formas dominantes de la sociología de la época, que sintetiza en esa categoría de “bandolerismo sociológico”. Esta tensión está diseminada y puede intuirse a lo largo del libro, pero en el apartado final encara abiertamente el cuestionamiento a esos sociólogos burgueses que no admiran ni respetan a las personas sino a un ente impersonal: la ciencia y la técnica. Dice Carri: “Estas escuelas de ciencias sociales, cuyo interés fundamental es aportar a sus alumnos un curriculum profesional, formar ‘una personalidad profesionalmente equilibrada’, etc., tienen como objetivo despolitizar ideológicamente al sociólogo, convirtiéndolo en un fiel servidor del Estado, en un técnico eficiente. La oposición de técnica y razón por un lado e ideología e irracionalidad por el otro es el fundamento teórico de los bandoleros sociológicos”.


Frente a la legitimación científica a partir de la escisión de la historia y la política de la práctica científica, Carri pone en primer plano la acción política como camino para evitar el formalismo teórico. Es inadmisible para él que se acepte como conocimiento aquel que no esté al servicio de la liberación del pueblo y claudique frente a la opresión. El caso Isidro Velázquez, además del interés que le despierta en sí mismo, le permite evidenciar esta contraposición entre ese cientificismo al servicio del poder colonial y una sociología crítica como herramienta para la emancipación.


Una vez dijo Juan Gelman en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata para referirse a Rodolfo Walsh: “Su obra late como un animal que aprendió a no dejarse morir, y que abriga a los humildes y a los ofendidos”. Hablaba de Walsh. Pero hablaba de todos los compañeros. De Horacio, de Alcira, de Roberto, de todos los demás.


* Directora ejecutiva del Consejo Provincial de Coordinación con el Sistema Universitario y Científico, profesora de la UNLP.


Publicado en el número 52 de Contraeditorial.




Por Florencia Saintout  



22 sept. 2021, by: FM 98.3

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