“Carlos decía que para estar con los pobres hay que ascender a ellos”
Ricardo Capelli fue amigo de Mugica y testigo de su asesinato, cuando salvó milagrosamente su vida en medio de la lluvia de disparos que acabó con el cura. Juntos habían pasado de festejar el golpe de 1955 a sumarse al peronismo. Su testimonio fue clave para comprobar que la Triple A cometió el atentado.
Es un testigo de excepción. Fue amigo íntimo y compañero de militancia del cura Carlos Mugica desde los diecisiete años hasta su asesinato. De hecho, Ricardo Capelli estaba con él la fatídica noche del crimen a la salida de la iglesia San Francisco Solano y sobrevivió a las graves heridas que le infligieron los disparos de los victimarios de la Tiple A. Hoy tiene 87 años y acaba de publicar Antes y después del asesinato de mi amigo, el padre Mugica (Grupo Editorial del Sur, con prólogo de Felipe Pigna), documento histórico insoslayable para la posteridad, donde brinda un potente retrato del “sacerdote de los pobres”.
–¿Cómo y cuándo se conocieron con Mugica?
–Lo conocí en 1954. Un amigo me invitó de colado al cumpleaños de Marta Mugica, la hermana menor de Carlos. En ese momento yo era operador en la Bolsa de cereales y en la Bolsa de comercio. Fuimos en auto a la curva aristocrática de la calle Arroyo, al departamento donde vivían los Mugica. Carlos pertenecía a una familia oligarca. La madre tenía campos. El padre fue canciller de Frondizi. Estaba siempre impecable, con un habano y su whisky. Una vez, después de una cena que compartimos en la casa, nos dijo: “Ahora que hay elecciones, ustedes los peronistas, los radicales, los socialistas, los comunistas hagan tribunas, gasten guita, mátense entre ustedes. Peleen. Sé que, gane quien gane, los que mandamos somos nosotros”.
–Tu familia era socialista, y Mugica provenía de sectores privilegiados. ¿Cuándo se produce la conversión de ambos al peronismo?
–Yo conozco a Carlos en pleno conflicto entre Perón y la Iglesia. El 16 de junio, Carlos estaba más caliente por la quema de las iglesias que por la matanza del mediodía, cuando los milicos bombardearon civiles. Cuando lo derrocan a Perón, salimos a festejar. Con Carlos íbamos a un conventillo de la calle Catamarca donde él les hablaba de Dios. La gente siempre nos recibía con cerveza, muertos de risa. Yo me divertía mucho con ellos, gente de pueblo, nada que ver con la gente de doble apellido con la que me tenía que codear en el trabajo. Fuimos después de la caída de Perón y encontramos un lugar oscuro y callado. Mientras caminábamos por un pasillo solitario vimos una frase en una pared escrita con tiza de escuela: “Sin Perón no hay Patria ni Dios. Abajo los cuervos”. Fuimos con Carlos a tomar un café y me dijo: “Como soy seminarista, esta gente debe pensar que yo tuve que ver con la caída de Perón”. Nos despedimos. Al rato me llamó por teléfono. “Ricardo, acá es terrible. Es el jubileo orgiástico de la oligarquía. Están festejando, haciendo sonar las campanas.” Entonces nos dimos cuenta de que los que estábamos equivocados éramos nosotros, no los pobres del conventillo. Ahí empieza la conversión de ambos. Carlos empezó a darse cuenta de que los que estaban en el poder ahora, Aramburu y Rojas, no representaban al pueblo. Eso hizo que empezara a adherir al socialismo y enseguida al peronismo.
–¿Cuándo empezó la relación entre Montoneros y Mugica?
–Carlos era amigo del entonces obispo de Santa Rosa, con quien fue al Chaco santafesino, a la Forestal, a misionar. Ahí se encontraron con una empresa inglesa que explotaba sanguinariamente a los hacheros. Uno de los obreros le dijo: “¿Sabe qué, don? Nosotros somos la alpargata del patrón”. Entonces los religiosos se dieron cuenta. ¿Qué vamos a hablar de Dios acá, en medio de una injusticia permanente? Empezaron a pensar otras opciones y a hablar de la lucha y de la resistencia. Ahí estaban Firmenich, Ramus, Graciela Daleo y otros que Carlos conocía como asesor espiritual de algunos alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires. Una parte de la Iglesia argentina, con monseñor Devoto a la cabeza, había hecho su opción por los pobres y se había radicalizado. Según Daleo, ahí se empezó a armar Montoneros. Y cuando se puso el tren en marcha, Mugica se bajó y dijo: “Yo estoy dispuesto a morir, pero no a matar”.
–¿Cómo era una jornada habitual de Carlos en la Villa 31?
–Yo terminaba de laburar a las cinco de la tarde y recién entonces me iba a laburar a la villa. De la actividad durante el día de Carlos con las familias, generalmente, no participaba. Pero por la noche tenía mucho contacto con toda la muchachada que aparecía al caer la tarde. Había una cercanía de Carlos con ellos, y con el tiempo armaron el Movimiento Villero Peronista y empezaron a forjar las cooperativas de vivienda a partir de la toma de terrenos vacíos.
–¿Cuál es el recuerdo más recurrente que tenés de tu amigo?
–Fundamentalmente, Carlos me enseñó el respeto por aquellos que sufrían y la importancia de estar con la gente pobre. Era un tipo muy divertido y se ponía al mismo nivel de todos para pelear cualquier situación, siempre de frente. Carlos decía que para estar con los pobres hay que ascender a ellos.
–Cuando, a pedido de Perón, Mugica asume el cargo de asesor de villas ad honorem en el Ministerio de Bienestar Social, ¿qué pasó con López Rega?
–Con María del Carmen Artero, que hoy es una desaparecida, empezamos a trabajar en el Ministerio de Bienestar Social y venía gente de todas las villas a pedir cosas. Nunca nos dieron bola, ni una chapa, nada. A los tres meses, Carlos hace una declaración textual: “En el Ministerio de Bienestar Social están estafando y mintiendo a la gente. No pasa naranja”. López Rega acusó falazmente a Carlos de corrupto. Para entonces, Mugica recibía amenazas y habían puesto una bomba en la puerta de su casa, en Gelly y Obes. Entonces fuimos a ver a la Nunciatura en la calle Suipacha. Un arzobispo le dijo: “Hijo, quedate tranquilo, te vamos a proteger, vamos a rezar por vos”. Era Pío Laghi, amigo de Massera. Particularmente, no tengo duda de que la Iglesia fue cómplice de su asesinato.
–¿Qué recordás del día del crimen?
–Fuimos con María del Carmen a buscar a Carlos a la salida de la iglesia en Solano porque teníamos que ir a un asado en la villa. Al rato fui a abrir la puerta, porque yo no iba a misa, y en el último asiento había dos tipos sentados. Uno de ellos miró para el lado de la puerta y nos vimos la cara. Era Rodolfo Eduardo Almirón, a quien yo conocía de Bienestar Social. No me llamó la atención. En aquella época ni se intuía la existencia de la Triple A. Me fui para mi auto afuera. Cuando vi que la gente empezó a salir, me metí en la iglesia para apurarlo a Carlos. Y cuando salimos, como siempre, había gente esperando que lo franeleaba. Yo me fui para mi Fiat 600, que estaba a diez metros de distancia, y de pronto siento a alguien que le dice “padre Carlos”. Y al minuto, una puteada, un grito desgarrador de Carlos y automáticamente una balacera terrible y gente que corría. A mí me tiran desde otro frente. Me dieron cuatro balazos. La primera bala es como un trompazo que me pega y me da vuelta hacia el lado donde estaban ellos. Y ahí lo vi a Almirón con un arma envuelta en nailon, porque llovía, que estaba acribillando a Carlos a un metro de distancia. Carlos estaba de espaldas a la pared, se iba deslizando y quedó sentado. Al rato escuché un auto que araba. Esto fue ocho menos cuarto, más o menos. Él murió a las diez. Cuando estábamos en el hospital Salaberry, cada uno en una camilla, llega el cirujano y dice: “Bueno, padre, vamos al quirófano”. Entonces Carlos, con la mano y el dedo para atrás, le contesta: “Primero hay que salvarlo a Ricardo”. Me preguntabas qué recordaba del padre Mugica. Eso. Dar la vida por el otro. Eso era, es el padre Mugica.
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